POR: LILY ORTIZ
La batalla por el vapeo: salud pública vs. mercado negro
La votación mayoritaria en la Cámara de Diputados para prohibir la producción, venta y distribución de vapeadores con un rango reportado entre 292 votos a favor y 163 en contra, volvió a exhibir un dilema clásico de la política pública: ¿proteger la salud por la vía de la prohibición absoluta o hacerlo mediante regulaciones inteligentes que no generen efectos secundarios más dañinos que el problema que buscan resolver?
El debate se ha polarizado, pero los datos obligan a analizarlo con serenidad. En México, cerca del 6% de la población ha usado cigarrillos electrónicos, lo que se traduce en millones de personas; si bien se creía que esto era una moda pasajera, no es así, hoy es un mercado consolidado; y entre adolescentes el grupo más vulnerable; el panorama preocupa aún más: la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) indica que el 4.3% de jóvenes entre 10 y 19 años usan vapeadores actualmente, una cifra que ha venido creciendo y que enciende todas las alarmas de salud pública; sobre todo por el rango de edad.
La evidencia científica refiere que la mayoría de los vapeadores contiene nicotina, una de las sustancias más adictivas, y su uso en etapas de desarrollo puede afectar el cerebro adolescente, la atención, la memoria y el control de impulsos. A eso se suma el aerosol que transporta compuestos tóxicos capaces de dañar pulmones y sistema cardiovascular. No, no es un juguete tecnológico ni un “mal menor” frente al cigarro tradicional; es un dispositivo que genera dependencia y consecuencias fisiológicas reales.
Sin embargo, la política es más compleja que un dictamen sanitario. Prohibir no hace desaparecer la demanda; sino que la desplazará; es decir cuando un mercado ya establecido se queda sin oferta legal, lo que surge no es abstinencia, sino clandestinidad. Los productos adulterados, las importaciones sin control y la venta informal sin estándares de calidad pueden convertirse en un riesgo mayor que los propios vapeadores regulados. Paradójicamente, una prohibición rígida puede debilitar la capacidad del Estado para supervisar, y abrir espacios para la corrupción y la persecución.
México ha enfrentado este dilema antes: alcohol, tabaco, medicamentos controlados e incluso combustibles han demostrado que un vacío regulatorio se convierte rápidamente en un incentivo para el mercado negro.
La discusión que ahora llega al Senado debería replantear la estrategia. Una política integral no se limita a decir “no se vende”; debe incluir prohibición de sabores atractivos para menores, restricciones claras de publicidad, controles estrictos de importación, programas de cesación accesibles para quienes ya desarrollaron adicción y sanciones dirigidas al contrabando, no a los consumidores ni a quienes venden pequeñas cantidades.
Lo que está en juego no es solo un producto, sino la capacidad del Estado de proteger sin empujar a la clandestinidad, de regular sin castigar injustamente y de actuar con evidencia, no con impulsos.
Prohibir puede sonar contundente, pero sin un diseño inteligente puede terminar exponiendo más a quienes se busca proteger.
HABLEMOS DE…
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