“La fuerza del Estado es la justicia”… y otras frases que no detienen balas.
Por: Alejandro Flores de la Parra.
El sábado pasado, mientras Uruapan celebraba un acto público, el alcalde Carlos Manzo fue asesinado a balazos ante decenas de personas. Un crimen tan brutal como simbólico: el séptimo alcalde mexicano ejecutado en lo que va del año, y el tercero en Michoacán, ese Estado donde la violencia parece tener calendario propio. La presidenta Claudia Sheinbaum reaccionó con rapidez y con una frase contundente:
“Condenamos el cobarde, vil asesinato del presidente municipal de Uruapan. La fuerza del Estado es la justicia”.
Hasta ahí, el guion presidencial es impecable: condena moral, promesa de justicia, y la inevitable referencia a que “la militarización no es el camino”, en crítica a Calderón y Peña Nieto. Pero la pregunta incómoda llega sola, flotando entre el humo de los casquillos:
¿De verdad la justicia basta cuando las balas llegan antes que el Estado?
Michoacán: un polvorín con estadísticas “optimistas”.
El homicidio de Carlos Manzo no fue un caso aislado, sino el reflejo de un patrón que amenaza con normalizarse. Según datos de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC), Michoacán registró más de 1 250 homicidios dolosos entre enero y septiembre de 2025, apenas 3 % menos que el año anterior. Es decir, una “reducción” estadística que en los hechos no cambia nada: la violencia sigue, solo que con un margen de error optimista.
El propio gobierno federal presumió hace unas semanas un descenso nacional del 32 % en homicidios dolosos, comparando los primeros nueve meses de 2025 con el mismo periodo de 2018 (fuente: SSPC, octubre 2025). Pero en entidades como Michoacán, Guerrero o Zacatecas, el crimen organizado se mantiene tan activo como los discursos oficiales.
Apenas el mismo día del asesinato de Manzo, fueron ejecutados Alejandro Torres Mora, sobrino del exlíder de las autodefensas Hipólito Mora, y su esposa. Unas semanas antes había caído Bernardo Bravo, productor de limón en Apatzingán. Las coincidencias son demasiadas como para atribuirlas al azar. Más bien, parecen capítulos de un mismo libreto: el crimen local sigue escribiendo la agenda de seguridad nacional.
El alcalde que patrullaba entre aguacates y amenazas.
Carlos Manzo había asumido la alcaldía de Uruapan apenas en septiembre de 2024. Independiente, de estilo directo y conocido por recorrer los campos de aguacate —ese fruto que genera más de 3 000 millones de dólares al año en exportaciones (INEGI, 2024)—, se había ganado el respeto de su comunidad y la atención de los grupos que disputan la región: el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y Los Viagras.
En su propia voz, Manzo había advertido: “No quiero ser otro más de la lista de los ejecutados”. Y, sin embargo, lo fue.
El llamado “oro verde” de Michoacán se ha convertido en una fuente de extorsión y control criminal. Cada hectárea de aguacate se cobra con cuota, cada camión se supervisa y cada autoridad local se convierte en obstáculo o cómplice. Manzo intentó ser lo primero, y eso, en la lógica criminal mexicana, equivale a firmar su sentencia.
Protegido, pero vulnerable.
Lo más inquietante del caso no es solo que lo mataran, sino que lo mataran a pesar de estar protegido.
El secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, informó que desde diciembre de 2024, Manzo contaba con escoltas, y desde mayo se le asignaron 14 elementos de la Guardia Nacional para reforzar la seguridad periférica de sus eventos públicos. En teoría, era un alcalde blindado.
En la práctica, los atacantes aprovecharon la vulnerabilidad del acto público para abrir fuego. Uno de los escoltas logró abatir a un agresor; dos más fueron detenidos. Y la presidenta prometió, una vez más, ir “hasta las últimas consecuencias”, incluyendo a los autores intelectuales.
Todo suena muy institucional, pero el hecho desnuda una realidad alarmante: ni la presencia federal ni los protocolos de protección evitan que los funcionarios locales sean asesinados en pleno evento cívico.
La “fuerza del Estado”, como la define Sheinbaum, se diluye entre informes, ruedas de prensa y condolencias en redes. Mientras tanto, los alcaldes siguen cayendo como fichas de dominó.
El espejismo de la “justicia social”.
La presidenta Sheinbaum insiste en que el camino es la justicia social y no la militarización.
Es un discurso coherente con su línea política y con su promesa de diferenciarse del viejo modelo bélico de Calderón. Pero el enfoque tiene una trampa: la justicia social tarda años en dar resultados, mientras los criminales disparan cada semana.
En lo que va del sexenio, el gobierno presume 35 000 detenciones ligadas a la delincuencia organizada. Sin embargo, la impunidad en delitos de alto impacto sigue por encima del 90 % (datos del Inegi y del World Justice Project, 2025).
Dicho con ironía, la “justicia social” parece un concepto más filosófico que operativo: sirve para el discurso matutino, pero no para frenar una ejecución en un acto público.
Una tragedia que se volvió protesta.
El cortejo fúnebre de Manzo, realizado el domingo, terminó convertido en una protesta civil. En Uruapan, miles acompañaron el féretro entre consignas de “¡Justicia!” y “¡No más sangre!”. En Morelia, las manifestaciones llegaron hasta el Palacio de Gobierno y derivaron en enfrentamientos.
La indignación era evidente. El pueblo no lloraba solo a un alcalde, sino a la ilusión de que sus autoridades podían protegerse a sí mismas.
Sheinbaum reaccionó con sensibilidad a medias. Dijo entender el dolor de la gente, pero acusó a la oposición de “politizar el crimen”. Paradójicamente, fue ella quien politizó el tema desde el inicio, al convertir el asesinato en un argumento de campaña moral contra los gobiernos anteriores. La diferencia es sutil pero reveladora: cuando la violencia toca a los suyos, es tragedia; cuando toca a otros, es estadística.
¿Qué debemos hacer?
La presidenta se lo preguntó en voz alta: “¿Qué debemos hacer?”
Y esa pregunta, aunque suene retórica, merece una respuesta menos complaciente.
Primero, reconocer que la violencia municipal es el eslabón más débil del Estado mexicano: los alcaldes están solos, entre los grupos criminales y las promesas federales. Segundo, admitir que el éxito en cifras nacionales no significa seguridad real, especialmente en los estados donde la economía depende de productos controlados por el crimen (como el aguacate o el limón).
Y tercero, aceptar que sin un sistema de justicia funcional, ni 35 000 detenciones ni 14 escoltas evitarán que el próximo alcalde sea el octavo en la lista.
La ironía final es cruel: el gobierno celebra el descenso de homicidios dolosos, mientras los funerales de servidores públicos se convierten en marchas ciudadanas.
La fuerza del Estado, presidenta, no es la justicia; es la eficacia de esa justicia. Y en Michoacán, esa palabra sigue sonando más a discurso que a política pública.
La guerra (de Calderón) no es la solución. ¿Qué lo es?
El asesinato de Carlos Manzo retrata el choque entre el idealismo del nuevo gobierno y la realidad violenta del país. Su muerte no solo exhibe la fragilidad de los municipios, sino la distancia entre las promesas presidenciales y los hechos sobre el terreno.
Sheinbaum tiene razón en algo: la guerra no es la solución. Pero la paz tampoco llegará con comunicados solemnes ni estadísticas a modo.
Mientras el crimen organizado siga imponiendo su ley entre los aguacates y las balas, la justicia social seguirá siendo, tristemente, un buen eslogan para tiempos malos.
La Palabra del Giocondo
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