Diego Armando Maradona se refería a Dios como si fuera un compañero de equipo: «el Barbas». Es posible que incluso se sintiera superior, pues nadie ha confirmado que Dios sea zurdo y esa singularidad distingue a ciertos grandes de la cancha. No en balde Roberto Rivelino incomodó a Pelé con esta frase: «Te hubiera gustado ser zurdo, ¿verdad?»
Todo en la vida del Pelusa propició la épica y el drama. Nació en el Hospital Eva Perón como un anuncio de que formaría parte de los iconos argentinos. En los llanos de Villa Fiorito burló al destino con el balón en los pies. Uno de sus hermanos lo describió como «un marciano». Pero no fueron sus habilidades circenses las que lo llevaron a la gloria. Maradona entendió que su singularidad servía para un deporte de conjunto; requería del apoyo de los otros, no necesariamente para pasarles la pelota, sino para que los contrarios pensaran que podía pasárselas. Engañaba a los rivales con sus fintas y a los compañeros con su apoyo, convenciéndolos de ser superiores. No es casual que sus máximas hazañas ocurrieran en equipos por los que nadie daba un quinto, la Argentina de Bilardo y el Nápoles, que llevaba décadas de sequía.
La adversidad era una especialidad alemana hasta que llegó Maradona. Las heridas y el mal clima engrandecen a la Mannschaft. Como buen latinoamericano, Diego sabía que las caídas son posibles. Lo singular es que las convirtió en estímulo. Líder rebelde, apostó contra la evidencia. Fracasó en el acaudalado Barcelona y triunfó con oncenas alimentadas de desprecio. En la final de México ’86 enfrentó a Alemania, curtida en múltiples tragedias, y demostró que Argentina sabía sufrir mejor.
En ese mismo Mundial disputó el primer partido entre Inglaterra y Argentina después de la guerra de las Malvinas. Ese día hizo dos goles de museo: un crimen perfecto, que bautizó como «la mano de Dios», y un prodigio deportivo, burlando a cinco súbditos de la Corona.
Su 1,62 de estatura y su tendencia al sobrepeso no le daban porte de atleta, pero en cualquier circunstancia mostraba picardía. Vestido de smoking, parecía listo para rematar de córner.
Jorge Valdano ha dicho con acierto que Messi es «Maradona todos los días». El Pelusa no fue un genio crónico; aguardó los momentos culminantes para ejercer su magisterio. La estadística favorece a otros ídolos, pero nadie ha conectado con la tribuna como él.
Cuando llegó a Culiacán para entrenar a Dorados, en 2018, el equipo ocupaba un triste lugar en la división de ascenso. Diego venía lastimado por sus abusos físicos, hablaba con trabajo, apenas se podía mover; sin embargo, conservaba una pasión infantil por el juego. En forma milagrosa llevó a Dorados a dos finales consecutivas. Su principal recurso técnico fue su magnetismo.
Personaje ditirámbico, no se privó de ningún exceso. Se casó en el Luna Park de Buenos Aires, que es como casarse en la Arena México; en España ’82 fue víctima del italiano Gentile, que negó su nombre pateándolo con una constancia que ameritaba la intervención de Amnistía Internacional; le mentó la madre al estadio de Roma cuando abucheaba el himno argentino en la Final de Italia ’90; criticó a la FIFA con razón y sin miramientos, y fue escogido para el examen de antidoping en Estados Unidos ’94 (dio positivo por haber tomado efedrina, que ayuda a respirar, pero no a patear de chanfle); convirtió a Fidel Castro en el segundo «Barbas» de su preferencia; condujo el programa La noche del 10, confesionario televisivo donde lloraba y hacía llorar; no le pareció contradictorio promover el comunismo mientras viajaba en jet privado; enfrentó alegatos de paternidad; pasó por un surtido de adicciones y se sometió a las inyecciones de médicos sin escrúpulos. Adorado por la gente, se malquistó mil veces con la prensa. Turbulento e injustificable fuera de la cancha, fue el más entregado dentro de ella.
Nápoles, enclave de la ópera, le brindó un escenario perfecto. Estuve en el estadio San Paolo cuando Argentina eliminó a Italia en el Mundial de 1990. El público veneraba al redentor que les había dado el scudetto. En las calles, el nombre de Garibaldi era tachado para poner el del 10 napolitano y la mejor pizza de cada restaurante se apellidaba Maradona. Antes de aquel partido contra Italia, Diego mostró su habilidad para influir en la opinión pública. Recordó a los italianos del sur que la Italia del norte los detestaba. Su arenga tenía este sentido: «Cuando jugamos en Milán, vemos pancartas que dicen: ‘Africanos, lávense los pies’. La Italia pobre se fue a Argentina y ahora regresa con los nombres de Caniggia y Maradona» El 10 fue capaz de dividir a un país. Como el destino es caprichoso, el partido terminó en empate y todo se resolvió en penales. Los argentinos fueron puntualmente silbados. Llegó el turno de Maradona y un silencio reverencial se apoderó del estadio. El dios de los pies pequeños anotó con virtuosa displicencia y el público aplaudió con lágrimas en los ojos. ¡Un libreto para Giuseppe Verdi!
Hay circunstancias extrañas en que una persona es un pueblo.
De manera emblemática, la autobiografía del astro lleva el título de Yo soy el Diegode la gente.
Ningún otro futbolista ha merecido la devoción de MaraDios. Encumbrado como ídolo no dejó de equivocarse como hombre. Durante sesenta años vivió con pasión desaforada. No podemos esperar que descanse en paz.
Los mitos no mueren, pasan a otra cancha. En compañía del «Barbas», Diego volverá a chutar.