FRASES CELEBRES Y OTRAS HIERBAS
Margarito Alvarado Martínez
TODO POR UN “CHINCHE” PESO (continuación)
Llegaron al panteón. Bajó la carga tomándolo por el pecho abrazado por debajo de las axilas y lo dejo caer de espaldas sobre la loza del “descanso”. –el muerto soportó estoicamente el golpe en la cabeza. Salió y amarró de una cruz el transporte funerario y se puso a buscar terreno blando para cavar la sepultura.
Tuvo suerte –la suerte del perezoso- y encontró una tumba hundida sin lapida y sin cruz. Fue por pico y pala y puso manos a la obra, no sin antes santiguarse y decir un Dios me perdone, como si fuera a cometer el peor de los pecados. Cuando estaban a punto de brotarle unas impertinentes lágrimas. –No por el compadre. –Con rabia inaudita soltó los primeros talachazos.
“El difunto” cuando oyó los talachazos, se levantó e hizo algunas contorsiones y movimientos para activar la circulación y alejar dolencias; se sobó el chipote consecuencia del costalazo en la loza y sigilosamente salió del cobertizo a contemplar el “milagro”.
Y lo vio. Aquel enemigo acérrimo del trabajo estaba echando talachazos y paladas. Se pellizco para ver si no estaba soñando y satisfecho se dijo que había valido la pena armar el teatro, el panzazo en el lomo del burro, la amenaza de incineración, el sufrido viaje y el chipote del costalazo en la loza.
Para entonces ya había anochecido. Una lagañosa luna en creciente iluminaba escasamente el tétrico paisaje sepulcral.
El tiempo transcurría, nada más el sonido del pico y la pala y el canto de un tecolote viudo interrumpían el silencio y la paz del cementerio.
De rato, a lo lejos, se empezó a oír el ruido provocado por caballos a galope; cada vez más y más cerca. El tropel cesó en las afueras del panteón.
El enterrador guardó silencio porque empezó a oír murmullos que poco a poco se hicieron voces.
Al panteón entraron cuatro hombres, tres de ellos cargando en el hombro sacos llenos de algo.
Eran unos bandidos que iban al lugar a repartirse el botín producto de un robo consumado en algún pueblo o ciudad cercana.
El enterrador se agazapó en el agujero y el difunto se acostó en la loza.
Los ladrones pasaron cerca de la sepultura recién abierta sin ver al sepulturero y se dirigieron al “descanso”. Entraron, bajaron los sacos y prendieron una vela para llevarse el gran susto. Salieron corriendo; pero el que parecía ser jefe de la banda los detuvo con voz de mando:
-¡Párense, no sean miedosos! No es más que un pobre muerto. A este infeliz no tuvieron ni para enterrarlo. Tú –dijo señalando a uno de los cargadores- déjale un puño de monedas de perdido pa’ un petate y vamos a otro rincón.
Se santiguaron, recogieron los costales temerosos salieron aprisa volteando para todos lados y se dirigieron a una esquina del panteón sombreada por un huizache a hacer el conteo y el reparto.
El sepulturero, que había permanecido escondido en la tumba, asomo la cabeza viendo hacia donde habían ido los ladrones; muy apenas alcanzó a distinguir las siluetas del cuarteto. Había escuchado todo lo que se habló y salió de la fosa a recoger el dinero del donativo.
Entró al descanso y… ¡Sorpresa! El compadre estaba sentado contando las monedas que le habían dejado.